viernes, 8 de octubre de 2010

Entre Alemania y el infierno, quedaba mi cocina


O esa es la única explicación que puedo encontrarle al hecho de que el famosísimo doctor Joshep Mengele decidió desviar su ruta camino al eterno sufrimiento para instalarse cómodamente en el calor de mi estufa y joderme la vida poco a poco.

Juro que ese maldito doctor desquiciado ha poseído la parte más importante de mi cocina para seguir con sus planes de extermino judío (recuerden amiguitos que vivo entre una pequeña porción del rebaño de Yahvé). De otro modo no entiendo cómo un artilugio tan inofensivo podría deshacerse en formas enigmáticas que me causan dolor o contaminan la comida que fervorosamente preparo.

Odio, odio, odio cuando el Sr. Mengele deja caer los filtros del extractor sobre mis tiernos brazos cocinantes y destruyen las cochinas crepas que tanto cochino trabajo me cuesta voltear por la cochina harina preparada que cochinamente se parte en pedazos y se niega a doblarse como yo cochinamente se lo pido. Además está la vez del curry de verduras, en que un filtro cayó sobre la cazuela por arte de magia. O el enigmático hecho de que caiga cada que tomo del estante alguna especia proveniente de un país tercermundista.

No olvidemos,sobre todo, los sordos daños a la salud de los comensales. No quiero saber cuántas partículas extrañas han caído ya mientras preparo la comida, pensando, claro, que se tratan de residuos de grasa y no complicadísimos medicamentos diseñados post-mortem para intentar que yo me vuelva una rubia de ojos azules.

Ustedes, jóvenes amiguitos liberados del yugo nazi podrían dudar de la veracidad de mi caso. Se preguntarán dónde ha quedado la técnica de intoxicación por excelencia, la montaña rusa de los campos de concentración... las regaderas. Pues, obviamente, como al Dr. Mengele le queda muy lejos la llave de agua y se nos ha olvidado comprar gas ciclón para la Tercera Guerra Mundial, el muy cabrón se vale de la siguiente argucia: el botón de autolimpieza. A quién carajos se le ocurre creer que los hornos se limpian solos de buenas a primeras. Pero ahí tienes a la ilusa Cristina presionando el botoncito con singular alegría. Es entonces que la casa se llena de extraños humos intoxicantes que me dejan oliendo a pollo rostizado, oscuros y espesos como el amor de Dios, que además me estresan y me dan dolores de cabeza.

Lo peor del caso es que ya no quiero delatarlo por temor a las represalias. El día de hoy pensé que podría librarme de su yugo diciéndole a Cristina que algo raro pasaba con el extractor, cuando al Herr Doktor se le ocurrió atacar a la pobre portuguesa repetidas veces, hasta que en su punto máximo de cólera nazi decidió caer sobre un "aderezo" multiaceite poliinsaturado pegajoso que se derramó locamente y me tuvo trabajando un buen rato, pensando en que podría tratarse de una especie de amenaza a mi triste y humilde persona.

Yo no sé si se ensaña conmigo porque soy la única que podría descifrar su mensaje, pero mientras no me deje recaditos con vapor en alguna superficie, no podré hacer nada contra las tribulaciones de su alma. Lo menos que pido ahora es un poco de respeto y que de una vez por todas me deje preparar la comida en paz.

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